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Ya con su tercera obra en cartel (después de las exitosas Paraguay y Las reinas), podemos ver perfilarse algunos patrones en la dupla Grinszpan-Maciel: piezas entretenidas y a la vez conmovedoras; el aprovechamiento del potencial humorístico del español no rioplatense; el texto pulido y la inventiva formal; una fuerza candorosa (y no por eso menos dramática) vinculada a las ilusiones. No hace falta tener quince años para identificarse con el protagonista de esta obra: alcanza con sentirse un poco desesperado y abrigar la ilusión de que, con un golpe de suerte, todo cambie de una buena vez.
Miguel Ángel Domínguez Chávez, adolescente mexicano, aspira a convertirse en Miguel Ángel Buonarroti a través de una única foto que lo consagre como artista. Si triunfa en el concurso de fotografía donde quiere participar, si una institución lo legitima y lo unge, será por fin reivindicado ante sus compañeros de escuela y ante su madre, se volverá un varón deseable frente a la chica que desea impresionar y, sobre todo, será bien valorado ante sí mismo. Sus ambiciones recuerdan al entrañable lenguado de José Watanabe, quien aterrado por sus predadores (“el miedo circulará siempre en mi cuerpo / como otra sangre”) acariciaba la idea de un universo alternativo que lo situara en lo más alto de la pirámide: “A veces sueño que me expando / y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande / que los más grandes. Yo soy entonces / toda la arena, todo el vasto fondo marino”. La habitación del atribulado Miguel Ángel, donde todavía convive con sus juguetes de niño y sus apuntes de estudiante, se llena de ese tipo de sueños.
La obra es moderna, y no tanto porque una mujer interprete a un personaje masculino, o porque el protagonista se vista como rapero, hable con palabras fechadas, practique freestyle y tenga un relación lujuriosa con la tecnología, sino más bien porque encapsula un clima de época, hecho de esperanzas descomunales que exigen una realización urgente: queremos triunfar ahora, ya mismo, pegarla con una canción, un cuadro, una criptomoneda, un emprendimiento, una apuesta bursátil, una monigotada de nuestro gato filmada en el momento justo y que se haga viral. Anhelamos cualquier cosa que nos traiga éxito y dinero y nos salve para siempre. Nada de largos caminos académicos o fatigosos desplazamientos geográficos: la salvación se halla dentro de esta misma habitación, al alcance de la mano y de la yema de un dedo de esa mano, en ese milagroso aleph tecnológico, “rectángulo infinito de luz” (así lo llama su devoto adolescente) que concentra todas las posibilidades humanas.
Pero Miguel Ángel no es una obra mecánica, donde las intenciones autorales se pongan por encima de la acción. La energía surge del propio texto y de la acción dramática, y arrasa con toda idea. Se disfruta porque tiene humor, observación aguda y una trama bien conducida, pero también por una técnica actoral que deslumbra desde el comienzo. La actriz es Lucía Uribe, la única en escena. La totalidad del personaje, sus terrores, apuestas, envidias y amarguras, se exhiben ya desde que se enciende la luz, comprimidos en el ritmo atropellado de su discurso, en la plasticidad de sus gestos, en su impaciencia frenética, en su cuerpo siempre sobreexigido. Se abandona la sala con ganas de abrazar a Miguel Ángel y a su ratita de felpa y de decirle que todo tiene solución, que todo va a estar bien, aunque tal vez no sea cierto.
Miguel Ángel, dramaturgia de Paula Grinszpan, Lucía Maciel y Lucía Uribe, dirección de Paula Grynszpan y Lucía Maciel, Cultural Morán, Buenos Aires, 5 de julio – 20 de septiembre de 2024.
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