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Es difícil transformar en palabras lo que pasa cuando uno va al teatro. ¿Cómo verbalizar que en una sala algo nos atraviesa el cuerpo? ¿Cómo se traducen las lágrimas, la falta de aire, los codos en las rodillas y el cuerpo adelantado para acercarse a la escena? ¿Cómo se escribe todo eso?
Llegás y, en la antesala, alguien te dice “las teles son parte de la obra, las pueden ver”. Dos teles de tubo muestran el mismo video. Una persona corre y busca a otra. Pasó algo. Cambia la escena. Muchas personas alrededor de una mesa, un cartel que dice “taller literario” atrás. Parecen personas con discapacidades distintas. Una mujer mira fijo, muy fijo, a la cámara.
Corte. Pasás a la sala. Cinco personas en islas de sonido. Parados. Te miran. Nos miran. La obra ya empezó y no te diste cuenta. Celofán dorado en el piso. Suena un gong y un señor prueba micrófonos. Quedamos a oscuras. Arranca la historia.
En un taller de escritura para personas con discapacidad, una alumna se enamora del docente. El amor se confunde con locura, la locura con desesperación. La propuesta dramatúrgica parece ser: ¿hasta dónde puede llegar ese vínculo? ¿Cuál es el límite?
Cintia (Agostina Prato) tira frases como dardos. Las palabras, separadas; cada una, una oración, una suerte de cadáver exquisito que puede llegar a cualquier lado. José Luis (Nahuel Monasterio) intenta agarrarlas, sosteniéndose en que viene del lado de las letras y que su propósito es ayudar a este grupo de chicos y chicas, varones y mujeres, a escribir. El discurso ordenado del docente se impregna de la institución y va perdiendo el límite, se abrasa, reacciona, y de a ratos se mimetiza con esa otra que lo desea, que lo persigue.
La búsqueda del texto gira alrededor del lenguaje. Las palabras son engaños. Vómitos desesperados. Brotes. Son aquello que agujerea el cuerpo y lo que le da forma. Para Cintia, son la manera de acercarse al otro, de escupir lo que —y a quienes— lleva adentro. Para José Luis, son un peligro y una tentación constante. Los cuerpos se contraponen, se tocan, se desnudan. Hacen todo lo que las palabras no los dejan.
En la nueva obra de Marcelo Allasino hay que estar atento a las biromes. A lo que se dice, a lo que se escribe, a lo que se sale de los márgenes, a las tachaduras. Hay que elegir dónde poner el ojo. Si en un personaje, o en el otro, o en las cámaras que los graban, o en las otras tres personas que están en el escenario, como testigos silenciosos del amor, el deseo y la violencia.
Los dos actores hacen del teatro un cuerpo, hacen de la escritura un derroche. Lo que inicia siendo una propuesta literaria, de aprender qué es un verbo o leer autores reconocidos, termina desarrollándose en eso que es el acto de escribir en sí mismo: puro goce. ¿Cómo se escribe la locura sino a través de lo que no se puede decir? ¿De quiénes son las palabras que suenan? ¿Quién habla cada vez que los actores abren la boca?
Mis palabras es una obra que duda. Que se corre. Que pone en la mesa el cuerpo. Que no teme. Lo que mando en audios erráticos a mis amigos, recomendando la obra, suena parecido al éxtasis. No les cuento nada, no les puedo contar nada. No tengo palabras, sólo el cuerpo contagiado. Vayan ya, les digo, vayan que se termina la semana que viene. Vayan, que quedarse sin palabras es de lo más lindo que hay.
Mis palabras, autoría y dirección de Marcelo Allasino, Centro Cultural San Martín, Buenos Aires.
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