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Después de visitar la inauguración de una muestra del artista plástico de moda, cuatro amigas se adentran, a oscuras, en las entrañas del Museo. Esta institución artística no es más ni menos que el proyecto conjunto (o tal vez no tanto) de llevar adelante, justamente, un museo ideado para revolucionar todos los existentes. Los roles que cada una de ellas desempeña en el proyecto parecen transcurrir por carriles armoniosos. Francisca, hija de un mecenas recientemente enriquecido, oficia de financista. Su pareja, Elena, es la científica que aporta al grupo el concepto renovador a partir del cual nace el proyecto: que el museo (con toda su paradójica condición de tal) obligue al visitante, apenas trasponga las puertas, a descentrar su mirada del lugar de la tradición. Cierran el cuarteto Flavia, la curadora, quien sueña con ganar una beca en Nueva York que, al institucionalizarla, la confirme como artista; y Rita, la directora, que cree necesario funcionar como eje racional del proyecto.
Las cuatro se congregan esa noche, cuando faltan unos meses para la apertura del espacio, y encontrarán allí que sostenerse como grupo es menos simple de concretar que la arquitectura edilicia del museo. El grupo Piel de Lava, una vez más acompañado por Laura Fernández en la dramaturgia y la dirección, pone en movimiento en Museo, con absoluta precisión, un mecanismo que pronto comienza a develarse como un juego de perspectivas. De esta manera, la estructura mayor del edificio se multiplicará primero en la maqueta (omnipresente y perfecta), y luego en el plano que se proyecta en el piso de la obra. Cada movimiento del mecanismo dará lugar, con cada nueva confrontación, a una nueva posición desde la que el grupo no tendrá otra posibilidad que reformularse y volver la mirada sobre sí. El punto de vista, ese lugar que el ojo elige para hacer foco mientras el cuerpo apenas sabe dónde se encuentra, es el lugar privilegiado de esta puesta: fascinadas por la gran obra, todas vislumbrarán en el modelo lo mejor de sí mismas, pero necesitarán, de todos modos, dar cuenta del hecho de que el espacio concreto se desenvuelve en formas inesperadas. Ante estas formas, el único refugio posible será el plano de obra que se agiganta como guía para los constructores y, más tarde, los pasillos de la conflictiva “planta alta”. Desde allí, perdiéndose en los meandros del Museo, comenzarán a dejar caer (literalmente) las máscaras, y los espejos se volverán inevitables (e inquietantes).
Los incidentes de la trama no pueden ser contados en este espacio sin traicionar el disfrute de la puesta. Sólo cabe mencionar al quinto protagonista de Museo: el espacio escénico. La pequeña sala del Espacio Callejón gana en profundidad, se transforma en un laberinto posible, en una caja de resonancia, que concluye en una sorprendente intervención del grupo Mondongo. Esto, sin olvidar a las cuatro artistas que componen Piel de Lava (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes), que construyen un Museo sin fisuras, pero con muchos intersticios por donde asomarse a la riqueza del texto.
Museo, dramaturgia y dirección de Piel de Lava y Laura Fernández, Espacio Callejón, Buenos Aires.
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