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Piedra sentada, pata corrida

Ignacio Bartolone

TEATRO

Sucede a veces (pocas, excepcionales veces) que un autor desarma todos los paradigmas con su primera obra “pública” (claro, no necesariamente se tratará de la primera, ya que el ensayo y el error forman parte de una larga secuencia, una corriente que desemboca, sí, en la obra que deviene pública, que se presenta) y es más contundente ese desembarco, ese desarme, cuando la obra trae en su interior una extraordinaria, ácida y lapidaria mirada sobre la tradición.

Piedra sentada, pata corrida. Farsa civilizatoria, de Ignacio Bartolone, es una de esas excepciones. Mucho se ha escrito sobre cómo se inserta esta pieza (y el espectáculo que la contiene) en la gauchesca y en los “decires” de estos personajes que pueden ser leídos como alambiques del “hablar de la literatura”, pero yo quisiera entrar por una puerta lateral, quisiera leer el texto en sus diferencias y similitudes con otro texto que supo también fundar una memoria, construir un habla, otorgarle a una topografía su geografía definitiva: la de la imaginación.

El zoo de cristal de Tennessee Williams es la construcción de un pasado a partir de una memoria: la de Tom Wingfield. Es él quien recuerda, él quien construye ese leve y profundo relato familiar que es también la historia de ese país, la historia del Sur de ese país: los personajes hablan porque Tom recuerda o imagina (aquí son la misma cosa) a su familia: la fragilidad de Laura (espejada en su zoológico de cristal), la sujeción al pasado de Amanda, esa madre extraordinaria y nostálgica, fuerza centrípeta de la pieza y de la caída inexorable de la familia; todo en Amanda (o en lo que Tom evoca de Amanda) es un intento desesperado de volver al pasado. La imaginación de Tom, entonces, empeñada en reconstruir el pasado, en levantar a los muertos de sus tumbas. ¿Y qué otra cosa es el teatro sino el intento desesperado de permanecer, de postergar la muerte, de detener ilusoriamente el tiempo en un presente compartido?

Piedra sentada, pata corrida pone en su prólogo a un perro, Faustino, que deja de ladrar, se para en dos patas y habla (nos habla) para presentarnos (como un Tom animalizado, o como una de aquellas figuras del zoo de Laura, pero monstruosa, gigantesca, estallada) a su propia familia. Me gusta pensar esta caprichosa conexión entre estas dos obras: me gusta creer que Bartolone imagina a Faustino para presentar una familia indiscutiblemente argentina —muy alejada de aquellas que proliferan sin pausa en las carteleras hace años— así como Williams imagina a Tom para presentar la suya; allí (en El zoo…), la memoria piadosa sobre el pasado; aquí (en Piedra sentada…), la violencia del paisaje, la antropofagia como cultura. Tanto Williams como Bartolone construyen una memoria y reelaboran un lenguaje: piensan en el habla de sus personajes con el intento de fundar una civilización. Y lo consiguen. Me gusta pensar en Faustino escapado del zoo civilizado de Laura para derrapar en el desierto pampeano y contar una historia farsesca, única, argentina. Me gusta pensar en Piedra sentada dialogando con El zoo…, intentado construir un mito fundacional, pensando en el teatro que la precede para marcar una frontera, un límite, y asimismo generando una nueva manera de entenderlo, un exceso, un nuevo paisaje. Me gusta pensar en Piedra sentada… porque me permite unir pensamientos (como estos) tan poco afines entre sí. Porque me permite escribir este texto.

Vayan, vean, inspírense.

 

Piedra sentada, pata corrida. Farsa civilizatoria, dramaturgia y dirección de Ignacio Bartolone, Timbre 4, Buenos Aires. 

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