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El angosto pasillo del Espacio Callejón sirve de antesala para lo que vendrá y anticipa una ansiedad que se percibe invisible. La sala es acogedora y la mirada se desvía al escenario que anuncia reminiscencias de otra época. Es domingo y a las trece en punto comienza la obra.
Ravioles mantiene la tensión desde el inicio hasta el final y un poco más. La opresión se concentra en el cuerpo.
La irrupción de cada personaje en escena envuelve lentamente al espectador que, de pronto, pasa a integrar esa mesa con el mantel extendido, esa familia de barrio, ese reloj que se detuvo a las doce menos cuarto. Lo cotidiano se expande horroroso dentro de lo borroso, la atmósfera recreada remite al recuerdo colectivo. Un círculo descendente atenaza la respiración a medida que brotan las palabras de los actores. Todo despierta la familiaridad de lo conocido, a punto tal que un retrato apoyado sobre la cómoda exhibe al cura Lorenzo Masa. El que está sentado a la izquierda es el oso Blazina de Patri, hija de la familia, que recita la formación del Ciclón del 46 dirimido en la metáfora futbolera de leprosos y canallas. Joaquín barre con fuerza la vereda juntando las hojas del otoño que se avecina, deseando ahuyentar ecos lejanos. La esposa, ama de casa y madre, revuelve la salsa. En off la voz de Soledad Silveira emerge con consejos de belleza, tras la publicidad del vino Uvita. Descansan en la heladera palos de Jacob, “jamás un imperial ruso”, exclamará Zanabria. El aroma del tuco sin salchicha sale con la violencia humeante agazapada y moja el pancito en la roja salsa.
El teléfono suena semejante al tiempo futuro del río que retorna en el vals interpretado por Falcón y Varela con azúcar, pimienta y sal. La esperanza que parece residir en el fondo de la caja acaba con un apretado aplauso y algún lagrimón.
Todo sucede cuando un matrimonio con una hija prepara la picadita y los ravioles con tuco del domingo, mientras entran a empellones Zanabria y Andrada, armados y a los gritos. La trampa está tendida, sacaron a pasear al pibe de la familia, que responde como quien no despierta del sueño del torturador y el torturado. Y toda la violencia posible se despliega sin una gota de sangre. El horrorismo diseña lo no dicho, lo que yace inerme, lo que vendrá.
Así se vive Ravioles, biodrama basado en el secuestro de Daniel en 1977 y en cómo un domingo lo sacaron “de paseo” a comer ravioles con sus padres y los represores. Está escrito por Gabriel Scavelli y Osvaldo Peluffo, su director. Emilia, la madre que se la juega, es interpretada por Diana Lelez. El personaje de Joaquín, que guarda una mirada aniñada de revoluciones y sueños eternos, brota en la piel de Jorge Ribak. Patri, la niña atenta, es Florencia Rey. Esperanza, la vecina que no tenía nada que ver, Liliana Pascale. El personaje de Daniel es interpretado por Gabriel Miller, un cuerpo sacodebox torturado y casi autómata. El canalla Andrada, grandote y con cara que asusta, es Gustavo García, y en las botas del siniestro Zanabria marcha Gabriel Scavelli.
El propio Scavelli dice que la historia se la contó Daniel hace tiempo, en 1982, mientras regresaban de jugar a la pelota. Desde ese día no pudo dejar de pensar cómo relatar una pieza más del rompecabezas colectivo y plural que nos atraviesa a todes. Son treinta mil historias que esperan ser evocadas. Afirma que no bajan línea porque la obra sugiere más de lo que dice, plantea dilemas, formula especulaciones, origina preguntas, genera emociones intensas.
Cómo despertar del terror, cómo eludir los fantasmas con los que hay que aprender a convivir, cómo no temer a la amenaza directa. No hay violencia que no se ejerza en escena que no sea sistemática, a la vez que la escenografía, la música y la radio intentan arroparnos en otra memoria menos dolorosa.
Ravioles, dramaturgia de Gabriel Scavelli y Osvaldo Peluffo, dirección de Osvaldo Peluffo, Espacio Callejón, Buenos Aires.
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