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Todo en la obra, desde el comienzo, parece ser una constante declaración de principios estético-eclécticos. Aparte de la autoconciencia y metateatralidad incesantes, Tierra despliega sus referencias de forma generosa, transparente, lo que le permite, con absoluta soltura, pasar de Billie Eilish a Esquilo, de Julio Iglesias a Troya, de William Turner a Spiderman.
Sergio Blanco, helenista pop, ya en Tebas Land había reescrito Edipo rey en clave contemporánea. En esta, su última obra estrenada hace apenas unos días en el Teatro San Martín, el dramaturgo uruguayo se ocupa ya no de un parricidio, sino del duelo en general, así como de cuatro paradigmas alrededor de la muerte: un fratricidio, un accidente de moto, un desaparecido y, la que hilvana todo, una muerte natural (la de su propia madre).
Los hilos de la estructura también se ponen a nuestra disposición desde el minuto cero. Un prólogo en el que se pide cortésmente a los espectadores apagar sus celulares, tiempo que usan los actores para presentarse —a ellos y a sus personajes—, así como el contexto en el que fueron convocados por el director para realizar Tierra. Se nos anuncian tres actos junto con un epílogo; se nos anticipan los temas, los dispositivos, las dos cámaras, los escenarios, los objetos; y hasta se nos promete una que otra sorpresa.
Sin que lo percibamos demasiado, como ante un umbral difuso, la autoficción ya está puesta en marcha y sus mecanismos de testimonio, realidad, conmoción, nos asaltan desprevenidos pues en ningún momento firmamos ningún contrato ficcional ni suspendimos el juicio. Todo cuanto en el escenario suceda sucede, en la medida en que escalamos y desescalamos niveles de representación. Lo que es una escena, en realidad es un casting o una entrevista o una desgrabación, o mejor: un acontecimiento vivo, con afectaciones auténticas y fantasmas compartidos, palpitando irrepetiblemente en la sala Casacuberta.
A diferencia del biodrama, que tanto requiere de la verdad, del archivo y hasta de la piedad, la estética de Blanco toma soberanía de las especulaciones del Yo y vuelve inoperantes las preguntas sobre lo narrado. ¿El diario de la madre es de utilería o es de verdad? Poco importa, responde el dramaturgo, refiriéndose, tal vez, a la totalidad de la pieza que vale por la propia invocación a sus muertos.
La trama es simple y, de hecho, antes que una trama es la puesta en escena del proceso de escritura de lo que estamos viendo: Sergio instaló un escritorio en el gimnasio del liceo donde daba clases su madre, fallecida, para componer su nueva obra de teatro. A partir de allí, se dedica a escuchar las historias de tres personas que conocieron a su madre y a quienes también la muerte les tocó la puerta. Blanco les pide cosas tan sencillas como listar las cosas que les gustan y las que no. Sin prurito, aprovecha para traficar ideas, regalarles libros: Los persas de Esquilo y uno sobre la historia de la lectura que, a su vez, remiten a unas pesadillas (escenas) recurrentes de una cita oftalmológica en la que le anuncian que se está quedando ciego.
Todo se encadena de manera natural, como un brainstorming culto y vulgar, cursi y finísimo, con una tremenda generosidad de su método y una alta transparencia de sus asociaciones sensibles. Tan nítidamente se nos muestran que emerge una desconfianza —o una opacidad— alrededor de la pieza, y lo que parece sencillísimo, como un arte que simplemente siguió a su corazón y escuchó con atención a los testimonios, se nos revela elíptico y espeso. “En lo incompleto del texto es donde puede entrar la complejidad del mundo”, afirma el personaje que interpreta al autor.
A partir del segundo acto, las asociaciones comienzan a enhebrarse. Las manchas de Turner son a la visión borrosa del protagonista lo que la tragedia de Esquilo es al fratricidio de los gemelos. Así, encadenando un work in progress que es la obra misma, llegamos al testimonio de la hija de un desaparecido, a quien el dramaturgo graba y proyecta a dos cámaras. Desde el inicio, se nos revela que Sergio aborrece el cine, quizá porque este arte, a diferencia del teatro que es pura presencia, representa mejor la ausencia y a los espectros. El dispositivo va un paso más allá pues pone en jaque los planos cinematográficos con el inmenso ahora. El personaje dice a cámara la fecha exacta: 26 de abril. De repente, al largo parlamento se le imprimen subtítulos en inglés, perfectamente sincronizados. Este efecto enrarece el estatuto del pasado filmado con el del instante de la escena, haciendo indiscernibles a ambos y distanciándonos lo suficiente para la imagen demoledora que el monólogo luego evoca: la analogía del teatro en el que estamos con la excavación de una fosa común. Los bordes de la cancha delimitan la Zona A, donde están los restos óseos; el resto del perímetro del escenario componen la Zona B, mientras los espectadores estamos en la Zona C de la excavación. Sólo con sugerirlo sentimos que bajo ellos hay cadáveres. Tal vez bajo nosotros también.
¿Qué importa a esta altura la veracidad? Habría sólo que inclinarnos ante estas cuatro muertes —que son las nuestras— y murmurar lo que Sergio Blanco murmura: “Belleza, ten piedad de mí”.
Tierra, dramaturgia y dirección de Sergio Blanco, Teatro San Martín, Buenos Aires.
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