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Es difícil sentirse libre. No hay consenso sobre lo que significa. La literatura se encarga desde siempre de poner en juego esa palabra total: “libertad”. Muchos ven en lo literario el proceso de reflejar el mundo sin más. Disponer cuerpos, conflictos y sistemas que vayan progresando hasta que el cenit consciente del lector descubra la realidad efectiva desde la cual se lo impulsa a leer. Esa literatura se propone derrotar embrujos. Quienes se toman demasiado en serio la “potencia política de la literatura” justifican su rol proclamándose caracterizadores, cuando no censores, de la “verdad”. Y siempre la verdad, el sentido, la historia misma son invenciones de los historicistas para justificar sus posiciones, que suelen ser drásticas, monolíticas y espasmódicas.
Maximiliano Crespi pretende “juzgar” la novela de Pablo Katchadjian desde esas líneas críticas en su reseña para la revista Ñ. Que es grotesca; pero claro, aunque sería más pertinente y justo llamarla patafísica. Que es falaz; en efecto, porque no necesita verificaciones “lógicas” para su apuesta descarada. Que carece de potencia afirmativa; no, nada más afirmativo que correrse del mapa beato de los patrones. Que es aséptica; exacto, nada del barro de la Historia, no pretende eso. Que es célibe y estéril; para nada, no estamos hablando acá de gestaciones, ni de partos, ni de eras. En definitiva, desde un lugar menos central y más libertino, Katchadjian reconoce la inutilidad de lo estético como “intervención” política y se relaja tratando de imaginar. Sin cortapisas y sin un coro de fantasmas “comprometidos” que opere susurrando. Así de simple.
La libertad total (Bajo la Luna, 2013) es una novela sobre las complicaciones de andar por la vida utilizando absolutos. El mayor logro de Katchadjian es concentrarse en una cosa, recortarla en la consciencia por unos minutos, describir esa experiencia y automáticamente hacerla estallar. O Crespi no la leyó, o la leyó muy poco relajado, porque sale con el ceño fruncido a pedir absolutos a una literatura que en ningún momento consideró esa opción ni cayó en la tentación de considerarla. Extrañamente exige lo que la novela, de hecho, tiene en mayor medida: fuerza, cuerpos, derroche de energía, fecundidad, tiempo promisorio y peripecias del vivir.
Como la historia no tiene sentido, cada tanto nos sorprende. Katchadjian fundó hace diez años la IAP (Imprenta Argentina de Poesía). Allí, donde entre otras cosas editó una deriva de la obra de Alejandro Rubio que se compone de tres libros frenéticos y formalmente invalorables, publicó sus dos primeros ladrillos semióticos que desubicaron a más de uno: el Martín Fierro ordenado alfabéticamente y El Aleph engordado. Mucho y muy bueno se ha dicho sobre estas pequeñas transformaciones de la lengua nacional: Aira en una conferencia publicada posteriormente en la revista Otra Parte, Pablo Gasloli en la revista Mancilla, por caso. Pero es otra la mirada que pretendemos. Esas dos pequeñas piezas operan como punto de partida para empezar a glosar una obra. Katchadjian compone a partir de incoherencias asintóticas que definen una imagen clara de lo que se propone: hilar con libertad pequeñas obras que contribuyan a desacralizar la mente calculadora y política –en el peor de los sentidos– de todo sujeto occidental. La influencia poética de Martín Gambarotta reconocida por Katchadjian, por ejemplo, debería leerse con mayor atención. Es decir: ¿cómo se es más político siendo más irracional? ¿Cuánto más libre se es corriéndose cada vez más de la previsibilidad de “lo político”? Después de esas manipulaciones de la literatura argentina, Katchadjian publicó tres novelas en las que bulle una sustancia irrisoria, infrecuente e importantísima. La última de ellas es La libertad total. Katchadjian incorpora temas anacrónicos para causar incordio en comentaristas como Crespi, que se muerden los labios apelando a un materialismo falso. Pues no se sabe qué defiende. Si queremos leer defensas argumentadas y criteriosas desde el mejor materialismo luckacsiano no necesitamos a Crespi: ahí están los textos de la revista Planta. Si queremos esgrima verbal de la buena, ahí están la franqueza y el estilete de Carlos Correas, la filología gruñona de Viñas o el ojo preciso de Christian Ferrer. Hay para pasarse horas aprendiendo de ellos.
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