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Como a nadie, la noche porteña llorará la muerte de Sergio De Loof, sentencia Fernando García. Lejos del goce periodístico de la primicia, con el mayor de los afectos, García escribe la necrológica para el diario La Nación buscando recuperar las tensiones de un artista cuya figura sobrepasó su obra al punto de confundirse con ella. Rápidamente, otros medios y portales de noticias retoman la novedad. Aún a mayor velocidad, Twitter se llena de saludos, de besos al aire y copas levantadas al cielo en loas al eterno niño terrible de la vernácula nocturnidad posmoderna. Se vuelve trending topic. Ha muerto De Loof. Viva De Loof.
Desde finales de noviembre de 2019, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires expone una retrospectiva de la obra de De Loof. Por obvias razones (pandemia Covid-19), no es posible visitar la muestra en este momento. Sin embargo, bajo la invitación #MuseoModernoenCasa, el MAMBA promete desde su último newsletter (el viernes 20 de marzo) visitas guiadas virtuales y materiales inéditos sobre “el gran artista”. Si bien hace tiempo que los museos dejaron de cumplir con su rol ilustrado de ser el espacio por excelencia de consagración de los artistas, es imposible soslayar que la inclusión de este “príncipe mendigo” en las grandes salas de planta baja del MAMBA es la cúspide de un proceso de legitimación que comenzó desde abajo. Pero no sólo desde el under porteño, sino más bien desde el subsuelo de la masa de trabajadores del arte (artistas, curadores, críticos, galeristas, investigadores) que lo adoran, lo adoraron, lo ayudaron y lo reconocieron como parte de su séquito desde los ochenta en adelante.
De Loof fue todo lo que su entorno le reconoció ser. Director de teatro primero. Al calor de una primavera democrática que iba terminando, logró gracias a la complicidad de un extendido grupo de amigos estrenar la obra Tríptico del exilio en el teatro El Vitral en septiembre de 1985. El grupo protagonista fue bautizado “La blanca” por De Loof, en un delicado guiño cargado de provocación hacia La Organización Negra. Pero los actores profesionales que tenía apalabrados para la obra no aparecieron el día del debut y esos puestos fueron cubiertos por sus amigos quienes, jocosos, inexpertos e improvisados, se entregaron al juego de interpretar sus designios. Los que también respondieron al desafío socarrón fueron los integrantes de La Organización Negra, que aceptaron la invitación de De Loof y también participaron en los intervalos de aquella obra. La leyenda cuenta que entre el público de Tríptico del exilio estaba Omar Chabán, quien cautivado por la intervención del grupo les ofreció trasladarse a Cemento. (El resto de la historia fue exhaustivamente narrado por Malala González en su libro La Organización Negra).
Luego, De Loof fue videasta. En 1987, en la filmación de El Cairo, el final del desierto volvió a reunir a sus amigas y amigos de la noche y de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, por la que tuvo un paso fugaz, delante y detrás de cámara. La popular revista Somos lo incluyó en julio de 1987 en una nota sobre “la movida porteña”. “Ocho mujeres de tipo latino esperando a un hombre rubio”, la sinopsis de aquel video de cuarenta minutos filmado en Súper 8. “El azar, los grandes sentimientos perdidos: Dios, la gracia, la vida entendida como una eterna fiesta” eran los temas centrales. Lejos del gesto vanguardista de ruptura, por entonces a De Loof le fascinaban los grandes temas y le atraía particularmente el orientalismo pictórico. El Cairo fue su homenaje a “El baño turco” de Dominique Ingres. Sus primeras referencias creativas eran los maestros europeos de la pintura y las letras. Adoraba la sensualidad clásica y le fascinaba lo barroco. Amasó su histrionismo y afiló su lengua trágica e hiriente a partir de la pintura de Caravaggio, los poemas de Baudelaire y de Rimbaud.
Siguieron las fiestas. En casas privadas, en la discoteca Cemento, donde se diera la oportunidad, el grupo de amigos organizó la diversión, siempre nocturna. Y fueron un éxito. Así surgió Bolivia. La idea maduró en el verano que unió 1988 con 1989 y la inauguración fue en abril. Booo-liii-viaaa, con sus vocales pronunciadas con énfasis por la chillona voz de De Loof, escrito en dorado y a mano alzada sobre el ventanal del frente del local de la calle México al 300. Bolivia era en su imaginario la redención de lo despreciado, la antítesis del fashion. El apoyo incondicional de sus padres (una familia obrera del conurbano bonaerense) le permitió a De Loof hacerse con la mitad de la sociedad del bar, conservando Alejandra Tomei, Alberto Coucerio, Alfredo Larrosa, Andrea Sandlein y Nelson López Murad la mitad restante en partes iguales. “Es que todo es una copia. Estoy en la Argentina y recibo información del mundo de Hollywood y lo hago acá: eso es Bolivia”, le confesaba De Loof a Laura Ramos y ella lo publicaba en su columna “Buenos Aires Me Mata”, en el Suplemento Sí del diario Clarín.
Bolivia involucró el trabajo de muchos y tuvo invitados itinerantes manejando la cocina. El lugar era pequeño, tenía un depósito en el subsuelo y un entrepiso. Ofrecía comida y animaba al encuentro pero no era ni una discoteca, ni un bar de bandas en vivo, como sí lo había sido El Depósito, donde De Loof fue mesero allá por el 84 o el 85. Apenas había un pasacasete desde el cual, siempre que tenía la oportunidad, De Loof reproducía la electrónica gay (a lo Bronski Beat), pero también a Madonna seguida de boleros. Rápidamente Bolivia se extendió hacia el Garaje Argentino, un gran local de alquiler para eventos regenteado por dos mujeres, que estaba ubicado exactamente enfrente del bar. Allí se produjeron múltiples desfiles y algunas exposiciones. La moda había sido, por lejos, la disciplina más destacada de la Primera Bienal de Arte Joven en marzo de 1989, y si bien De Loof no participó como diseñador, sí fue parte de la producción y vistió, entre otros, a Batato Barea. Asociado con Gabriel Grippo, Andrés Baño y Gaby Bunader, los finalistas de la Bienal, De Loof amasó su “moda de la pobreza” alejadísima de la estereotipada concepción elegante y lujosa del universo simbólico de la alta costura, tal como lo relataron la socióloga Verónica Piera Joly y la periodista Victoria Lescano, pero conservando algo del aura kitsch de Ante Garmaz tamizado por un guardarropa de prendas usadas.
Bolivia, aquel bar en el que según Daniel Link “la basura y el cambalache alcanzaron estatuto estético”, como una mina de oro, fue la primera caterva de capital simbólico fuerte de De Loof. Esa idea, que en principio fue de varios, terminó siendo un proyecto exclusivamente suyo. Uno a uno se fueron alejando sus socios. Marula di Como, primero mesera y luego también socia, tomó la posta y estuvo operativamente al frente hasta que se cerraron las puertas del bar a principios de la década del novena, como cuenta Cristina Civale en su libro Las mil y una noches (Marea, 2011). De Loof siguió con los desfiles y en los años noventa apostó a las repeticiones particulares del proyecto Bolivia adaptadas al correr de la década. El Dorado (1991), Morocco (1993), Ave Porco (1994) y Club Caniche (1995): fueron trabajos por encargo. Cada una de esas historias está atravesada por risas y peleas. De Loof inicia la fiesta: plantea la idea, dispone el espacio, arma la escena y se va.
De Loof también fue artista. Cuando su leyenda creció a la par de la popularidad de los lugares que él ambientaba, aparecieron las propuestas institucionales tanto públicas como privadas. En 1993 montó Los harapos de la realité de la machine de la couture en el Centro Cultural Recoleta, dependiente de la Ciudad de Buenos Aires. En 1999 el Instituto Goethe, una versión del mismo muy abocada a las expresiones más novedosas de su tiempo (como las obras de teatro de Vivi Tellas, los ciclos de música coordinados por Pablo Schanton —con rave incluida— y las obras de teatro de La Organización Negra y El Periférico de Objetos), lo convocó en el marco del aniversario 250 del natalicio de Goethe. De Loof se despachó con Skandal! Moda de cámara, una puesta de inspiración teatral que en siete cuadros vivos intentaba resumir Las desventuras del joven Werther con música original de Santiago Buzzi, vestuario armado a pedido a partir de ropa del Cottolengo y efectos especiales. En el siglo XXI siguieron los reconocimientos. En 2009, Victoria Noorthoorn lo convocó para la inauguración de la Séptima Bienal del Mercosur, en Porto Alegre, y De Loof armó un desfile cuya previa, entre copas en la cama de una habitación de hotel, hasta hace poco podía encontrarse en YouTube. Al año siguiente, tocó arteBA.
A esta larga e inacabada lista de acciones en espacios oficiales deben sumarse los homenajes y agradecimientos que recibió en los últimos años. Su figura hipnótica y su fuerza de director de atmósferas marcaron la educación sentimental de toda una generación de genios pobres más jóvenes que él, que buscaron la forma menos cínica de divertirse en la noche menemista y que llegados los dos mil agradecieron su contribución. En abril de 2009 se estrenó en el BAFICI el documental Una historia del trash rococó, de Miguel Mitlag. En 2016, Francisco Garamona junto con Javier Barilaro, Galel Maidana y los artistas Juliana Laffitte y Nahuel Vecino lo entrevistaron en el documental Sergio De Loof, el monarca. El reconocidísimo dúo de artistas visuales Mondongo, del cual Laffitte es parte, lo retrató usando como material de base botellas de vino. Hasta el implacable Cañete, del blog LoveArtNotPeople, le dedicó varias entradas reconociéndolo como “una institución cultural a preservar” y como la persona que “salvó su vida” gracias a los lugares que regenteó, además de celebrar sus poco políticamente correctos exabruptos en redes sociales.
¿Sentiste hablar de mí? es el título de la muestra retrospectiva del Museo de Arte Moderno curada por Lucrecia Palacios. Es un título tan perfecto como poético, porque reconoce que De Loof es para muchos un rumor de la generación de nuestros hermanos mayores, de nuestros amigos grandes, del tiempo en que el nuevo cine argentino era narrado por jóvenes y las escritoras que nos gustan empezaban sus primeras armas. En ese título se revela también la confianza de la escucha: es la voz del propio artista la que guía la muestra. Es el propio De Loof el que nos habla de él desde las paredes del museo. Es su voz la que decide omitir algunos nombres de quienes estuvieron a su lado en este largo camino. Es él quien se explaya, quizás excesivamente, por las enormes salas blancas revestidas para la ocasión de empapelados y entelados barrocos.
¿Sentiste hablar de mí? es una muestra que se empeña en poner en el centro las creaciones de un artista cuando, quizás, el mayor aporte de De Loof a la vida artística porteña hayan sido los vínculos que propició, el terreno de juego que abrió. Una muestra centrada en el archivo, que habilitara a otras voces a avivar el rumor, le hubiese hecho más justicia. Incluso en sus producciones más materiales, De Loof fue un creador de protoexperiencias de arte relacional (en el sentido de Nicolas Bourriaud, quien analiza producciones artísticas que ponen en el centro las relaciones interpersonales por sobre los objetos resultantes de la creación). De Loof fue un inventor de efímeras oportunidades para que quienes transitaban el underground y la noche construyeran lazos y se reconocieran. Un “pardo”, como le gustaba llamarse, que desde el sur del conurbano bonaerense llegó y se fue bufoneándose del mundo de la bohemia porteña.
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