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Con un título que refleja la relación entrañable que sus numerosos lectores establecimos con esta Lucia Berlin, cuyos relatos podrían estar llamados a refundar el realismo, estos textos autobiográficos —una importante cantidad de notas, cartas y algunas fotos de sus primeros treinta años de vida— son una muy buena noticia para muchos de ellos (es incómodo decir que a pesar de la traducción).
Desde el prólogo, su hijo nos abre las puertas a la escena de escritura “berlineana”: una cocina familiar, una máquina de escribir y un whisky, al término de cada día, después de haber ejercido diversos trabajos —de enfermera, telefonista, mucama y profesora— para mantener a sus cuatro hijos. Y aunque parezca ficción (y todas sus anécdotas de vida lo parecen) esta escena se repitió en la treintena de casas en que vivió, entre Estados Unidos, México y Chile, algunas de ellas inhabitables, mientras lograba convertirse en escritora, conjurar la adicción a la heroína de su tercer marido y esquivar a los vendedores de droga (“Uno de ellos vino en Nochebuena con su mujer de quince años, su hija de catorce y su perro, todos adictos”), mantener los lazos de amistad a través de infinitas cartas, criar una familia trashumante, intentar ganarle al alcohol y atravesar las décadas explosivas de los cincuenta y sesenta en el ojo de la vanguardia neoyorkina.
Para quienes leyeron sus cuentos, estos textos funcionarán como un espejo del que ya no es posible discriminar la imagen de su reflejo. Con una escritura paratáctica, logra, en la acumulación, esa prosa explosiva y vibrante con la que describe sus primeras impresiones de Nueva York, las navidades en familia con “escenas de intensa violencia faulkneriana”, algo que “suena tan simple y es tan simple” como fugarse con sus hijos de la casa familiar en un abrir y cerrar de ojos para encarar un nuevo divorcio o la diferencia vital entre estar colocado y estar borracho. “El valor último de estar borracho es que eres torpe y patoso pero mantienes la cabeza, intentando construir una vida; como intentando recoger un pétalo cuando vas borracho. Te lanzas porque es algo que merece la pena y es positivo”.
Pero hay dos momentos de su biografía que la describen mejor que nada: la escena de iniciación literaria en la que empapela la cabaña de un ermitaño con hojas de revistas pegadas desordenadamente para hacer de la lectura una experiencia de creación, y la noche que pasa en un calabozo mexicano, rodeada de asesinos y ladrones y empapada en alcohol, por negarse a negociar su libertad con unos policías empeñados en quedarse con el contenido ilegal de su bolso.
Y frente a algún editor empeñado en hacer de ella una escritora profesional, Berlin se ocupó de defender su propio territorio literario ya que “habría sido demasiado esfuerzo preocuparme más por lo que veía y por cómo contarlo, que por lo que yo sentía y lo que era”. Porque si hay algo que esta autora descubre en su zigzagueante trayecto es que ser escritora no es escribir bien sino, a pesar de todo, que eso siga siendo lo más importante.
Lucia Berlin, Bienvenida a casa, traducción de Eugenia Vásquez Nacarino, Alfaguara, 2020, 192 págs.
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